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jueves, 10 de febrero de 2011

Felipe Vera

Felipe Vera se pasaba horas acostado en el arenoso camino, fingiendose muerto
para que las auras volaran en círculo sobre su falso cadaver.
Desde niño le fascinaba verlas planear en las alturas en días nublados
y su corazón latía con fuerza cuando las veía descender sobre la carroña.
Cuando su padre mataba algún puerco o chivo,recuerda que echaba el mondongo
del animal en un saco de yute y se iba a los potreros, lo desparramaba sobre la hierba y se sentaba bajo la sombra de un árbol a esperar por las auras y allí pasaba horas absorto, viendo como se alimentaban.
Ya de hombre cuando no tenía mondongos de animales salía con sus perros a la caza de gatos salvajes que abundaban en aquellos montes, y ponía sus cadaveres a disposición
de sus admiradas aves.
Pero ya era tiempo de presentarse así mismo como cena, y en ese intento estaba desde hacía una semana.
Estaba desnudo y con la piel embadurnada con el olor de un mondongo de res pestilente que le provocaban náuseas.
Quería que las auras bajaran en busca de su cuerpo, se posaran cerca de él, sentir que su carne era apetecída por sus afilados picos , soportar con estoicismo los primeros picotazos y luego levantarse de un salto para verlas remontarse.
Necesitaba tener en su piel huellas de su propia obsesión.
Las auras habían descendido, pero siempre ocurría un contratiempo,los perros llegaron de sorpresa y las espantaron, persiguiendolas, otro día aparecieron unos monteros a caballo y el pito del tren de las diez de la mañana las ahuyentó.
Pero esta vez había tomado precauciones, dejó amarrado los perros y se acostó en un camino poco transitado a la hora que no pasaba el tren.
Aguantaba la respiración y sus músculos estaban relajados,las moscas lo atormentaban y le ardían los ojos por el sudor pero supo soportarlo.
Las auras planearon durante un rato, y las primeras comenzaron a aterrizar.
Disfrutaba del aleteo vigoroso de sus alas.
De pronto las presintió cerca, el corazón comenzó a desbocarse, sintió un roce áspero de plumas en su brazo y un picotazo punzante en la barriga.
Se mordió los labios, el grito se le ahogó en la garganta.
Otro y otro, pudo soportarlos rechinando los dientes.
Eran suficientes? pensó
No, quería más.
Otro, y otro y otro...
Notó como la sangre le corría.
Abrió los ojos y descubrió sombras negras y cabezas calvas disputandose sus entrañas,
los picos habían abierto un hueco y sus intestinos eran devorados.
Pero no se movíó, ya no sentía dolor, y sí una especie de paz extraña.
Sonrió y miró al cielo.
Nubes veloces corrían hacia los potreros, presagiando lluvia.
Y una felicidad que no había sentido en toda su vida lo embargó al sentirse devorado.


Autor; Ernesto Ravelo

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