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lunes, 20 de junio de 2011

El cazador

El sol se estaba poniendo cuando Mario parqueó el auto a un lado de la carretera y echandose la mochila y la escopeta de caza al hombro se internó en el oscuro verdor
del espeso monte rumbo a los sembradíos.
Apresuró el paso por la estrecha vereda, debía llegar al viejo cementerio antes que la luz sucumbiera.
Pájaros presurosos se refugiaban en las frondas y los mosquitos empezaban a perseguir la carne.
Casi de noche arribó al abandonado camposanto que le había prestado servicio a los difuntos del pueblo de Yaguanabo.
Se sentó sobre una tumba, abrió la mochila y devoró una ración de pan con sardina, bebió agua fresca, se limpió los labios con un pañuelo de rayas azules y se acostó sobre la fría loza después de pedirle permiso a los huesos que descansaban bajo tierra.
Esperaría a que la luna se ocultara.
Los venados era mejor cazarlos en noche cerrada.
En aquella zona intrincada eran abundantes y gustaban invadir las tablas de maiz de los campesinos que vivian en el pueblo y sembraban en las afueras.
Acostado boca arriba de deleitó con el mar de astros que titilaban en la negra cúpula, pensaba en su esposa y sus dos hijos pequeños que debían estar a punto de entregarse al sueño.
Cerró los ojos y dejó que la tibia brisa de tierra refrescara su rostro y ahuyentara la plaga.




Despertó sobresaltado y con una pierna acalambrada, la luna se había ocultado,
orinó sobre la manigua, le dio un escalofrío y recogiendo sus cosas siguió su camino entre tumbas y cruces.
Dejó el cementerio atrás y llegó a la orilla del río que corría sonámbulo e invadido de libélulas, caminó por la orilla unos veinte metros hasta el comienzo del manglar
y se metió en las negras aguas justo en el paso del río.
Cruzó con el agua al pecho y la mochila y la escopeta alzadas sobre su cabeza.
Salió chorreando al otro lado, se exprimió la camisa y silencioso como un fantasma arribó al primer campo de maiz.
En silencio sacó de la mochila una potente linterna de pantalla cuadrada y con la escopeta lista para disparar se adentró por un surco.
Su fino oído acechaba los sonidos de la madrugada.
De repente escuchó un ruido leve a unos treinta metros y prendiendo la luz la dirigió
hacia aquel lugar.
Pero no descubrió nada.
Deben ser ratones- pensó y siguió avanzando sin dejar que sus pisadas lo delataran,
más adelante volvió a herir las tinieblas con el mismo resultado.
No había venados en aquel campo.
Se fue al otro sembradío alumbró varias veces, se habían esfumado.
Recordó que un mes atrás en aquel mismo sitio había derribado dos machos grandes como terneros y para poderlos llevar hasta el auto tuvo que pedirle ayuda a los campesinos de la zona que le prestaron dos caballos y él les regaló dos paletas de venado.
Estaba insimismado en sus pensamientos cuando escuchó ladridos cerca, prendió la linterna y vio dos enormes jibaros que le gruñían babeantes.
Apagó la linterna retrocediendo lentamente, sabía que estaba en peligro, los perros tenían hambre y lo habían olfateado.
De pronto escuchó aullidos alrededor de él, lo tenían cercado y de un momento a otro atacarían.
Descubrió sus ojos brillando en las sombras y el constante ceseo de sus lenguas.
Conocía la ferocidad del jibaro, solitarios no se atrevían a atacar pero en jauría no se detenían ante nada.
Su escopeta tronó, los balines se esparcieron y un quejido lastimero subíó a las estrellas.
Un perro había sido alcanzado, no fue un disparo al azar, había apuntado al brillo de sus pupilas.
La jauría retrocedió aullando y Mario echó a correr a ciegas, afianzandose sobre el desnivelado terreno.
Sabía que los depredadores no se darían por vencido y le seguirían el rastro.
No se equivocaba, a unos cien metros del rio ya los tenía pegado a sus talones, se volvió y disparó, los jibaros retrocedieron aullando de manera espantosa.
Encendió la luz mientras cargaba y otro fogonazo derribó a un perrazo que venía al frente y que al parecer era el guía.
Lanzandole la linterna encendida el cazador corrió como el viento hacia el paso del rio, pudo alcanzarlo y afincandose en el fondo lodoso cruzó al otro lado.
Los jibaros quedaron en la otra orilla, desperdigados, sin el guia que los llevaba de cacería.
Se acostó tembloroso en la húmeda arena, amanecía cuando una bandada de flamencos abandonó el manglar y tomó altura en busca de las marismas.
Las montañas comenzaron a azular en el horizonte y el concierto de grillos fue opacado por los ruidos diurnos.
Se puso de pie enfangado, adolorido,con el rostro macilento por la mala noche.
Echó a andar por el enorme playazo manchado de yana y arbustos espinozos y en aquel instante en que el sol reventaba sobre el cercano monte vio al venado.
Estaba devorando ramitas en un pequeño cayo de arbustos, era un ejemplar grande y de enormes tarros.
El cazador se agazapó tras unas yanas, cargó la escopeta y se arrastró hasta el próximo montecillo.
Lo tenía a unos veinte metros y a tiro.
Aguantó la respiración y poniendose en pie le apuntó al estómago, estaba a punto de apretar el gatillo cuando el venado descubrió su presencia.
Hombre y bestia quedaron mirandose de frente,los ojos de Mario se achicaron y su indice acarició el frio del gatillo.
En ese momento por su mente desfilaron los más de trecientos venados que había cazado en su vida y este no sería la ecepción.
Pero que le pasaba que no podía disparar?
Su dedo se había congelado, su mente vagaba por un laberinto naranja y en aquel momento sublime confundió el pelaje rojizo del venado con los afiebrados tintes del amanecer.
El animal escapó dando enormes saltos hacia el firme del monte, mientras que Mario sonriente se alejaba hacia el Este en busca de su auto.

Autor; Ernesto Ravelo

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