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viernes, 25 de marzo de 2011

El corazón dormido

Salvador Moreno no pudo despertar de la siesta del mediodía.
Sentía su cuerpo lívido, frío.
Una desesperación creciente lo embargó.
Quiso gritar, moverse,pero su lengua era un pedazo de trapo dentro de la boca y sus extremidades ramas secas.
Fue entonces que su espiritu flotó fuera de su cuerpo y vio a Panchita trajinando en la cocina.
Corrió hacia ella y zarandeandola por los hombros le dijo.
Mujer, ve a la cama y despiertame, me estoy muriendo.
Pero Panchita permaneció inmutable.
Regresó al lado de su cuerpo, lucía azulado y gruesas gotas de sudor perlaban su frente.
Entonces, Salvador, miró dentro de su pecho y vio a su viejo corazón dormido.
Lo agarró por su gris y larga barba y le gritó mientras lo estremecía.
Despierta, corazón, despierta.
El corazón murmuró algo ininteligible y siguió roncando.
Salvador acercó sus labios a uno de sus ventrículos y le gritó a viva voz.
Despierrraaaaaa, carajooo.
El corazón trató de abrir los ojos pero no pudo.
Qué quieres?- le respondió malhumorado.
Que sigas latiendo, sino me muero.
El corazón dio un suspiro.
Me he pasado 70 años despierto dentro de tu pecho, latiendo aún cuando tú dormías y ahora que quiero tirarme un sueñecito te molestas.
Diciendo esto dio varios bostezos.
Salvador le imploró.
No me dejes morir, si no bombeas mi sangre voy a dejar a Panchita viuda.
El corazón tuvo un sobresalto imperceptible.
Tu esposa es vieja y le queda poco en este mundo, dame otra razón para que sigas viviendo.
Salvador pensaba de prisa.
Mis hijos, mis nietos, todavía no he redactado mi testamento y se van a pelear por la herencia.
El corazón sonrió sin ganas.
Ellos nunca quedarán conformes con tu decisión, así que esa no es una buena excusa.
Salvador exasperado y rojo de ira le vociferó.
Porque todavía se me para la pinga, cojones- y prosiguió- el día que se me muera te autorizo a que hibernes como los osos.
Entonces el corazón le hizo señas para que entrara a su cuerpo ya cadaver.
De pronto sintió un calor corriendole en las venas y pudo mover los brazos y las piernas, puso una mano bajo la tetilla izquierda y sintió latidos.
Abrió los ojos y bajando la mano descubrió una erección dura como la roca.
Panchita, asomate a la puerta.
La anciana apareció en el umbral y sonrió mientras se mordía los labios.
Viejo, estás como en tus mejores tiempos- y dejando caer su bata de casa se sentó sobre la rigidez.
Salvador murmuró.
Gracias mi corazón.
Y Panchita le susurró.
De nada, amor mío.


Autor; Ernesto Ravelo
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